Los que tenemos la fortuna de
ver somos alcanzados por forma y color de una forma inseparable, pero el color
tiene una potencia que la forma, con su delimitación aparente, no llega a
disuadir. El color parece apuntar a unas capacidades más allá de la
supervivencia, esas capacidades que un día se llamaron espirituales y que hoy
se podrían denominar más humanas que económicas. El color no describe, no
limita, alimenta la parte que es pura visión, quiere a la sensibilidad y es
capaz de negar el tacto. El blanco, la luz pura, es la suma de todos los
colores. El negro, la negación de la luz, también lo es. ¿Quién puede
desentrañar esa enigmática paradoja? Cada color, cada reflejo del sol o la luna
en el agua, cada brillo de la piel del amado o de la amada, cada hoja viva o
muerta, cada mancha del animal, cada despertar con su apertura del párpado a la
luz, cada molécula visible brillando en las diferentes horas del día o de la
noche... Cada partícula de color desentraña la paradoja y se nos ofrece en todo
aquello que tocamos con la mirada aunque haya algo más, siempre algo más, que
el arte, incluso el más representativo de una función social, se ha encargado
de crear y recrear para avisarnos de que nuestra visión tiene potencias
infinitas gracias al color y a las sugerencias que es capaz de provocar en su
simbolización.
El color fue aviso y es hoy
pura recreación. Aún seguimos catalogando en nuestro afán descriptivo los infinitos
matices de verde que existen en la naturaleza, desde el liquen con su verdor
aún gris hasta el verde profundo y húmedo del rincón más oscuro de una selva
lluviosa, un verde con vocación de negro. Cada color es capaz de convocar a
otro que parece no tener nada que ver con él. El verde y el rojo se relacionan
de esa forma; cuando algo es verde nuestro pensamiento más íntimo está llamando
al rojo; cuando algo es rojo el verde parece estar a punto de brotar hasta la
inundación de nuestra retina.
Crecemos jugando con el color
mientras el color juega con nosotros. Nos miramos en los ojos grises del abuelo
y soñamos con los azules que son el marco de los monstruos y las hadas que
forman las nubes.
Ya crecidos, nos cubrimos de
colores para apartarnos del calor o del frío, como si el jugueteo de la luz con
las telas y pieles que nos protegen y adornan, fuera el talismán de la vida
viva.
Y en la muerte nos teñimos de
negro o de blanco, llamamos al color al completo, apuntando con esa actitud
colorística que solo en ella, en la muerte, reconocemos la inabarcable potencia
de la vida, su finitud y su profundidad incomprensible y tan variada como el
arco iris de luz que la noche es incapaz de matar a pesar de su noble
tenacidad.
El color es como la piel del
indemostrable espíritu. Bajo él se accede a las esencias, sin él la vida no
tendría límites capaces de contener el desbordamiento molecular de aquello que
desconocemos: lo que sea la vida viva, lo que seamos nosotros mientras nos
deslumbran las apariencias.
Los colores, tan importantes en la vida que hasta hablan de colorterapia. Cuando uno suele ver tantas veces en gris a traves de la cámara, se rie con esos chismes electrónocos que nos venden, que dicen distinguir millones de colores. Pues mira que bién.
ResponderEliminarAmigo Carlos, la tecnología es engañosa cuando nos propone una superación de nuestra percepción que no nos aporta nada.
EliminarGracias y saludos.